"El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno."
El amor mutuo que los cristianos se profesan debe ser sincero, libre de engaño, y de adulaciones mezquinas y mentirosas. En dependencia de la gracia divina, ellos deben detestar y tenerle pavor a todo mal, y deben amar y deleitarse en todo lo que sea bueno y útil. No sólo debemos hacer lo bueno; tenemos que aferrarnos al bien. Todo nuestro deber mutuo está resumido en esta palabra: amor. Esto significa el amor de los padres por sus hijos, que es más tierno y natural que cualquier otro; es espontáneo y sin ataduras. Amar con celo a Dios y al hombre por el evangelio dará diligencia al cristiano sabio en todos sus negocios mundanos para alcanzar una destreza superior.
Dios debe ser servido con el espíritu, bajo las influencias del Espíritu Santo. Él es honrado con nuestra esperanza y confianza en Él, especialmente cuando nos regocijamos en esa esperanza. Se le sirve no sólo haciendo su obra, sino sentándonos tranquilos y en silencio cuando nos llama a sufrir. La paciencia por amor a Dios es la piedad verdadera. Los que se regocijan en la esperanza probablemente sean pacientes cuando están atribulados. No debemos ser fríos ni cansarnos en el deber de la oración.
No sólo debe haber benignidad para los amigos y los hermanos; los cristianos no deben albergar ira contra los enemigos. Solo es amor falso el que se queda en las palabras bonitas cuando nuestros hermanos necesitan provisiones reales y nosotros podemos proveerles. Hay que estar preparados para recibir a los que hacen el bien: según haya ocasión, debemos dar la bienvenida a los forasteros.
Bendecid, y no maldigáis. Presupone la buena voluntad completa no bendecirlos cuando oramos para maldecirlos en otros momentos, sino bendecirlos siempre sin maldecirlos en absoluto. El amor cristiano verdadero nos hará participar en las penas y alegrías de unos y otros. Trabaja lo más que pueda para concordar en las mismas verdades espirituales; y cuando no lo logres, concuerda en afecto. Mira con santo desprecio la pompa y dignidad mundanas. No te preocupes por ellas, no te enamores de ellas. Confórmate con el lugar en que Dios te ha puesto en su providencia, cualquiera sea. Nada es más bajo que nosotros sino el pecado. Nunca encontraremos en nuestros corazones la condescendencia para con el prójimo mientras alberguemos vanidad personal; por tanto, esta debe ser mortificada.
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